El periodista Sergio Silva de El Espectador visitó con nosotros el Vaupés con el fin de contarle al país las altas tasas de suicidio indígena en el departamento.
Antes de invitarme a su casa, a la orilla del río, Salvador quiere que le explique por qué viajé desde Bogotá hasta esta ciudad de treinta calles en medio de la selva. Le sorprende que por estos días otro “blanco” venga a la capital del Vaupés, uno de los departamentos con más indígenas en Colombia, no en busca de los lugares en donde se filmó El abrazo de la serpiente, sino tratando de averiguar por una extraña epidemia que se desató sin fecha precisa, de la que todos saben y a la que todos temen: el suicidio. Así que en nuestro primer encuentro, Salvador Fernández, del pueblo indígena cubeo y de nombre y apellido impuestos por un cura, me ve y duda. Si algo ha aprendido en los 56 años que lleva andando estas tierras colonizadas por caucheros, evangelizadores, narcotraficantes, guerrilleros y militares, es que cuando llega un blanco, lo mejor es dudar.
***
En Mitú aterricé la mañana de un domingo en uno de los dos vuelos semanales de Satena. Había llegado hasta esa capital para intentar entender los motivos que habían ubicado a Vaupés como el departamento con más suicidios en Colombia. La primera escena con la que me encontré, ya había intentado capturarla Óscar Naranjo en su documental La selva inflada: junto al parque principal, en un sitio que llaman “Maloca” pero que está lejos de parecerse a esa construcción ancestral, estallaba un reguetón que los indígenas acompañaban con cerveza y grandes cantidades de chicha. Ancianos, adultos y adolescentes bebían sobre la tierra seca, mientras los más jóvenes cuidaban sus peinados engominados al mejor estilo de Neymar.
Hasta allí había caminado con Camila Rodríguez, una de las personas que más habían insistido en entender los orígenes de las muertes. Por dos años atendió pacientes en el hospital de esa ciudad e hizo parte del único proyecto para estudiar en detalle ese fenómeno. De ese trabajo, logrado gracias a la ONG Sinergias - Alianzas Estratégicas para la Salud y el Desarrollo Social, resultaron varios talleres y análisis de casos que la dejaron perpleja.
“La medicina occidental –me explicaría después– no nos da herramientas para trabajar en otra cultura. Nos forman (ella es médica de la Universidad Nacional) con la idea de que lo que estudiamos es la realidad absoluta. Pero en este contexto todo es distinto. Es un tema que ha sobrepasado nuestras capacidades”.
Ese domingo, Camila me presentó a Salvador Fernández. Él llevaba zapatos negros, pantalón beige, camisa polo color salmón y una gorra del Centro Democrático. Lo único bueno que había quedado de las últimas elecciones para elegir alcalde y gobernador era la tanda de prendas y electrodomésticos que los candidatos repartieron sin asomo de vergüenza.
Salvador llevaba los ojos colorados por la chicha y estaba a punto de zarpar hacia Macaquiño, su comunidad, un nombre que traduce mono tití y que fue puesto hace cien años por un militar brasileño. Allí se reúnen 52 familias, de las que Salvador es capitán.
Como ya eran las 4 p.m. y debía zarpar en su canoa antes de que la oscuridad mimetizara las piedras, Salvador me prometió volver dos días después. Hablar de suicidios implicaba pedirle autorización al sabedor o médico tradicional de su comunidad. Hablar “dos días después” significaba 48 horas de incertidumbre: en Mitú un encuentro depende más de la confianza en el otro o de la suerte del voz a voz, que de una señal de celular que no ha logrado sobreponerse a la lejanía de la selva.
Comments